Immaculate Heart of Mary's Hermitage

Abba Bruno y los Padres del Desierto

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"Nuestros Padres en la vida cartujana segu�an una luz venida de Oriente: la de aquellos antiguos monjes que consagrados a la soledad y a la pobreza de esp�ritu, poblaron los desiertos en una �poca en la que el recuerdo a�n muy cercano de la sangre derramada por el Se�or, se manten�a fresco en los corazones".
 

(Est. Cartujanos 3.2)

 

PRELIMINAR

 

 

Junio de 1084: Maestro Bruno, con seis compa�eros �vidos de llevar una vida erem�tica se adentran en los bosques de Chartreuse, guiado por San Hugo de Grenoble. Sab�a el Obispo donde les conduc�a: un sue�o le hab�a revelado el lugar. Pero Bruno, �Ten�a una idea precisa del g�nero de vida que iba a escoger? Parece poco probable que un hombre del que los contempor�neos tanto han alabado su prudencia, haya emprendido tal aventura sin madura reflexi�n.

Con todo, resulta dif�cil conocer su pensamiento. En primer lugar por los pocos documentos que subsisten.

 

      1.- Entre los escritos de origen cartujano han llegado a nosotros:

 

        Dos cartas de San Bruno, en la que nada nos dice de la organizaci�n de la  primitiva Cartuja.

        Las Costumbres  de Charteuse, redactadas por Guigo, quinto Prior de la Cartuja. Documento bien preciso, pero que data de unos cuarenta a�os despu�s de esos acontecimientos. No cabe duda que en las Costumbres se encuentran elementos antiguos, pero es muy dif�cil distinguirlos de los a�adidos posteriormente. Hay que utilizarlas, pues, con precauci�n.

        Poco antes de su muerte, entre 1132 y 1136, escribi� Guigo la “Vida de San Hugo de Grenoble”, donde encontramos el �nico relato de la fundaci�n de la Cartuja. Documento precioso, pero extremadamente breve. [1]

 

 

2.- Aparte de esto, hay que recurrir a testimonios de personas extra�as a la Orden:

 

        Guiberto, abad de Nogent, en su “De vita sua”, nos describe a la Cartuja tal como era en 1114. Es la m�s antigua descripci�n que tenemos algo detallada.

        Pedro el Venerable, abad de Cluny, en el “Liber de miraculis”, escrito hacia 1150, est� muy bien informado. Hab�a conocido a Guigo cuando era joven prior de Dom�ne, cerca de Grenoble (1120-1122). As� naci� una gran amistad que nunca se desminti�. Seg�n nos dice Ra�l de Cluny, bi�grafo de Pedro el Venerable y con frecuencia su compa�ero de viaje, el abad iba cada a�o a visitar a los cartujos.

        Poseemos tambi�n algunas l�neas en la “Vita”, de San Esteban de Obazine, escrita por uno de sus familiares, que nos describe la cartuja por los a�os 1132 y 1135.

        Igualmente en la “Vita” del Obispo Godofredo de Amiens, escrita por el monje Nicol�s de Soissons, hacia 1138-1140.

        Por �ltimo en el “Tractatus de Immutatione Ordinis Monachorum”, de Roberto de Torigny, abad de Monte San Miguel, redactado en 1154. [2]

A la escasez de informes precisos, se a�aden otras dificultades. Por lo general, una nueva forma de vida religiosa, se inicia de acuerdo con una forma ideal trazada por su fundador, y pronto se ve sometida a muchas tensiones al entrar en contacto con la realidad. Eso origina titubeos, retoques que vienen a ser como la garant�a y la condici�n de un posible �xito en cuanto son signos de la preocupaci�n que ha movido a someter las obras nuevas a las condiciones pr�cticas de la vida. Volveremos a hablar de esto m�s adelante.

Paulatinamente, de todas esas fuerzas encontradas, surge una resultante y la fundaci�n llega a encontrar su asiento, o, seg�n los casos, toma una orientaci�n que no era la prevista en los or�genes. Ahora bien: las m�s antiguas observancias cartujanas que conocemos son, en gran parte, posteriores a esas tensiones. Tendremos pues que adivinar, mediante documentos imperfectos, las intenciones de San Bruno, como si busc�ramos distinguir los rasgos de un rostro a trav�s de un cristal esmerilado.

Con frecuencia se presenta a San Bruno como alguien que instituy� un g�nero de vida que constituye un fen�meno singular, �nico en el monaquismo, como si hubiera logrado una especie de compromiso entre el eremitismo y el cenobitismo, ya que un cartujo es solitario durante la semana y lleva una vida en com�n los domingos y d�as festivos. Pensar eso es conocer muy poco las condiciones de vida solitaria.

Conviene distinguir bien el eremitismo puro de la vida semierem�tica (o semi-anacor�tica). El primero encuentra su modelo en San Pablo eremita, cuya historia nos la ha contado San Jer�nimo a su modo. Es muy dif�cil de hablar de ellos, ya que cada eremita constituye un caso particular y al pasar de uno a otro se encuentra una gran variedad. Pero no hay que olvidar que los solitarios son hombres como todos los dem�s. Por lo general no pueden prescindir completamente de sus semejantes. Y de esta necesidad ha nacido la vida semi-erem�tica.

 

 

 

“... en la soledad quien descuida abrir su coraz�n a un gu�a experto, se expone a avanzar menos de lo debido o a cansarse por demasiado correr”.

(Est. Cartujanos 28.2)

 

 

 

EL MONACATO PRIMITIVO.

 

 

Diversas son las formas de vida de los primeros monjes cristianos. Entre ellos encontramos:

 

1.- SAN ANTONIO

 

San Atanasio, en su “Vida de San Antonio”, nos presenta a su h�roe como el fundador de la vida semi-erem�tica. [3]

Antonio, nos dice, despu�s de pasar veinte a�os recluido en un viejo fort�n luchando con los demonios, al final fue obligado a salir por la presi�n de otros ascetas impacientes de seguir su ejemplo: “Un d�a... los que quer�an imitarle derribaron la puerta. Y apareci� Antonio, lleno de Dios y como iniciado en los misterios divinos...”

Dotado de numerosos carismas, su palabra hizo brotar numerosas vocaciones: “Exhortaba a todos a no preferir ninguna cosa del mundo al amor de Cristo. A los que conviv�an con �l, les animaba a tener siempre presentes los bienes futuros y el amor que Dios nos ha manifestado, no perdonando su propio Hijo sino entreg�ndolo por nosotros; y de este modo persuad�a a muchos a abrazar la vida mon�stica. Surgieron entonces los monasterios de las monta�as y el desierto se pobl� de monjes que viv�an all�, y que hab�an dejado sus casas para convertirse en ciudadanos del cielo”.

Atra�dos por su experiencia en los caminos sobrenaturales, los ascetas se agruparon en torno a Antonio consider�ndolo su padre espiritual: “Sus continuas exhortaciones enfervorizaban a los monjes... y �l gobernaba a todos como un padre”.

Un historiador moderno ha hecho notar a �ste prop�sito, que las palabras “monjes y monasterios se emplean aqu�, por primera vez en la “Vida”, refiri�ndose directamente a los acontecimientos descritos... El t�rmino “Monasterio”, debe entenderse, probablemente en toda la “Vita”, en sentido etimol�gico estricto, significando la celda solitaria y no un lugar habitado por un grupo de monjes. [4] San Atanasio coloca la fundaci�n del monaquismo en este acontecimiento.

Algo m�s adelante narra la vida de esos primeros monjes: “Las monta�as estaban llenas de santos monjes, como tabern�culos divinos, donde cantaban salmos, ayunaban, oraban, trabajaban y daban limosna. Viv�an unidos en el amor mutuo y la concordia. Parec�a una peque�a isla en medio del mundo, donde nadie sufr�a injusticia, ni exig�a impuestos. All� hab�a una muchedumbre de ascetas que s�lo pensaban en practicar la virtud. Ver aquellos monjes invitaba a exclamar: �Qu� bellas son sus tiendas, Jacob! �Qu� hermosos tus tabern�culos, Israel! Se extienden como inmenso valle; como un jard�n a lo largo del un r�o, como un cedro que est� junto a las aguas”.

Cuadro id�lico, pero que se queda en el vago. No se habla ni de votos, ni de liturgia, ni de sacramentos. Las �nicas reuniones comunes que presenta la “Vita”, tienen lugar para escuchar conferencias espirituales. No existe tampoco una regla. San Antonio no dej� ninguna no juzg�ndola necesaria: “Cierto d�a se reunieron todos los monjes junto a �l, para escuchar su palabra. Y les dijo en lengua egipcia: Las Santas Escrituras bastan para nuestra instrucci�n; sin embargo nos es muy �til animarnos unos a otros en la fe y alentarnos con palabras”.

Sin embargo, lo esencial queda ya dicho: ciertos solitarios, atra�dos por la reputaci�n de santidad de uno de ellos, viene a morar alrededor de �l para ponerse bajo su direcci�n. No se deja ya al monje a su libre arbitrio, como ocurr�a al ermita�o; de ese modo se ver� libre de ilusiones y podr� avanzar con mayor seguridad por el camino de la perfecci�n. Adem�s, al vivir esos solitarios cerca unos de otros, podr�n ayudarse mutuamente.

Ah� tenemos lo esencial de la vida semi-erem�tica. Conven�a detenernos un poco sobre los principios de esta forma de monacato, debido a la inmensa influencia que ejerci� la “Vita” de S. Antonio.

 

2.- LOS SOLITARIOS DEL BAJO EGIPTO.

 

M�s tarde, hacia 330, Am�n, disc�pulo de San Antonio, se estableci� en la “monta�a” de Nitria, al sur de Alejandr�a que en aquel entonces estaba casi desierta. Pronto se le junt� una multitud de ascetas y se convirti�, sin pretenderlo, en el fundador de un desierto an�logo a los de Antonio en Pispir o en la Monta�a interior. La vida solitaria y la vida cenob�tica no parece haber sido all� tan netamente distintas e independientes como lo fueron en Antonio y Pacomio.

Sin embargo, algunos monjes que deseaban mayor soledad, fueron a instalarse m�s adentro en el desierto, en las Celdas, Entre �stos, fueron fij�ndose ciertos usos que formaban un marco muy amplio dentro del cual cada uno formaba un marco muy amplio dentro del cual cada uno pod�a organizarse seg�n su estilo. Encontramos un primer ejemplo en la descripci�n que nos ofrece la “Historia monachorum in Aegypto”, cuya traducci�n latina de Rufino de Aquileya (+410), pudo conocer San Bruno. [5]

Veamos lo que en ella se encuentra, despu�s de las p�ginas consagradas a Nitria: “Existe otro lugar, en el interior del desierto, situado a cerca de diez millas. Por las muchas celdas que en �l se encuentran diseminadas, se le llama “Las Celdas”. All� se retiran los que despu�s de haber sido formados espiritualmente y haberse despojado de sus vestidos, desean llevar una vida m�s oculta. Es un desierto vast�simo y las celdas est�n separadas a una distancia que no se pueden ver ni o�r unos a otros.

Los monjes permanecen cada uno en su celda. Un profundo silencio y un gran sosiego (quies) reina entre ellos. S�lo se re�nen en la Iglesia el s�bado y el domingo, y cuando se ven les parece que vuelven del cielo a la tierra. [6]

Esta instituci�n marcaba un neto progreso sobre la de San Antonio. En particular sabemos, por otra parte, que los d�as en que se reun�an, los ermita�os recib�an la santa comuni�n, y que abstenerse era censurado. [7]

 

3.- LOS MONJES DE ARABIA Y DEL MONTE SINAI.

 

En la misma �poca, en el siglo IV, aunque alejados por la distancia del Bajo Egipto, los siete monjes que viv�an en la frontera del pa�s de los sarracenos llevaban una existencia parecida: celdas apartadas unas de otras en las que permanec�an durante la semana; reuni�n el s�bado a la hora nona, refecci�n en com�n seguida, hasta v�speras, de una conversaci�n espiritual; la noche siguiente se consagraban a la oraci�n, el domingo se separaban despu�s de nona para volver a sus celdas. [8]

Casi id�nticas costumbres encontramos en el monte Sina�. Los “Relatos del asesino de los monjes del Sina�”, cuya paternidad atribuida a San Nilo (principios del siglo V), y cuya fecha son materia de discusi�n, no parece ofrecer acontecimientos hist�ricos, se trata m�s bien de una novela. Pero se encuentra en esa obra detalles interesantes sobre la vida de los antiguos monjes. Eran solitarios que viv�an en caba�as o en grutas muy alejadas unas de otras. El domingo se reun�an para la misa y la comuni�n en la iglesia de la Zarza ardiente, situada en el lugar donde la tradici�n localiza ese prodigio (dedicado a la Madre de Dios, pas� a ser luego el monasterio de Santa Catalina). A continuaci�n ten�an una conversaci�n espiritual. [9]

 

4.- LAS LAURAS DE PALESTINA.

 

Volvamos un poco atr�s. En la primera mitad del siglo IV, San Carit�n, oriundo de Asia Menor, fund� una primera laura en Fara de Palestina. La laura era un conjunto de celdas solitarias, cuevas o caba�as, diseminadas en torno a un centro com�n donde se hallaba la iglesia (y por lo general un cenobio reservado para la formaci�n de los novicios). Todos acud�an all� para celebrar los oficios el domingo. La presencia de un superior limitaba las iniciativas individuales e impon�a una obediencia. Esta forma de vida semi-erem�tica, m�s organizada que la de Egipto o Arabia, estaba destinada a extenderse m�s tarde por todo el Oriente.

Conocemos sus observancias gracias a la vida de San Eutimio el Grande (377-473) escrita por Cirilo de Escit�polis, uno de los mejores hegi�grafos de la antig�edad. He aqu� como describe la existencia de los monjes en la laura de San Ger�simo.

“Los que se hab�an ejercitado en largas y duras tareas y hab�an alcanzado ya la perfecci�n, los reun�a en lo que suele llamarse celdas imponi�ndoles la siguiente regla de vida: durante cinco d�as de la semana, cada uno permanec�a en el sosiego (quies) de su celda, aliment�ndose solo de pan, agua y d�tiles, el s�bado y el domingo acud�an a la Iglesia y tras haber participado de los santos misterios, com�an en el cenobio alg�n alimento cocido y un poco de vino. En cambio, en la celda nadie estaba autorizado a encender fuego o a comer alimentos cocidos... Cada uno realizaba un trabajo manual, y lo que hab�a hecho durante la semana, lo tra�a al cenobio el s�bado; despu�s de las V�speras del domingo se abastec�an de nuevo de pan, d�tiles, un recipiente de agua y ramas de palmas. Lugo retornaban a su celda” [10]

Esta tradici�n ha permanecido viva hasta nuestro siglo. En honor a la brevedad, citamos tan s�lo lo que escribi� M. Jugie en 1939, en un art�culo que trata del monaquismo en Oriente a partir del cisma bizantino:

“Entre los cenobitas de diversas especies y los ermita�os propiamente dichos, se encuentra la categor�a de los hesicastas ... consagrados a la vida contemplativa, viven en ermitas situadas en los alrededores de un monasterio y acuden al mismo para participar en los oficios comunes, el s�bado y el domingo.

En el Monte Athos, ha existido siempre un peque�o n�mero de hesicastas. Dieron mucho que hablar en el siglo XIV... Hoy d�a son muy raros. [11]

 

 

 

LOS PRIMEROS CARTUJOS.

 

La vida de los primeros cartujos se asemejaba de modo singular a la de los monjes de que hemos hecho menci�n. Roberto de Torigny lo ha expresado en pocas palabras:

“Los d�as ordinarios, cada uno, en su celda, ora duerme y come aparte de los dem�s... Los d�as festivos, se re�ne en la iglesia y en el refectorio, y hablan entre s� de cosas espirituales”.

Guiberto de Nogent, no hace m�s que confirmarlo:

“Cada uno dispone, alrededor del claustro de una celda particular donde trabaja, duerme y come... No participan en la misa, si no me equivoco, m�s que el domingo y los d�as de fiesta”.

En cambio, el testimonio de Pedro el Venerable es m�s concreto. En primer lugar por lo que se refiere a los d�as ordinarios:

“Seg�n el estilo de los antiguos monjes de Egipto (more antiguo Aegyptiorum monachorum), viven siempre en celdas aisladas donde incansablemente se entregan al silencio, la lectura, la oraci�n y el trabajo manual, especialmente a la trascripci�n de libros. En la celda, cuando se da la se�al en la iglesia, cumplen las Horas del oficio can�nico, es decir, Prima, Tercia, Sexta, Nona y Completas. Para V�speras y Maitines se re�nen en la iglesia”. Hablaremos m�s adelante de estos dos oficios.

Los d�as festivos: “De esta regla solo se except�an los d�as de fiesta en los que toman dos comidas. Entonces, siguiendo los usos de los monjes que no viven en celdas sino en com�n, cantan todas las Horas regulares en la iglesia y comen juntos en el refectorio, despu�s de Sexta y despu�s de V�speras. Tan s�lo en esos d�as, imitando a los antiguos eremitas (antiquorum eremitarum aemulatione), ofrecen el santo sacrificio al que llamamos misa. [12]

Utilizando estos diversos datos y los que podemos encontrar en las Costumbres de Guigo, es posible hacernos una idea de las primitivas observancias cartujanas.

En los d�as de Cap�tulo, entre los cuales hay que contar los domingos, se celebra la misa y todos los oficios se cantaban en la iglesia. Ten�an refectorio en com�n dos veces, adem�s de un coloquio en el que hablaban de cosas espirituales y que recordaba la “colaci�n” de los antiguos monjes. Por �ltimo cada domingo, antes de v�speras, cada uno recib�a las provisiones de boca y los objetos necesarios para el trabajo de la semana. La comida vespertina que segu�a a las V�speras, marcaba el fin de la vida en com�n; los monjes retornaban luego a la celda donde recitaban Completas. [13]

Los restantes d�as no se celebraba misa, los monjes solo sal�an de la celda para V�speras y Maitines. Cada uno trabajaba y preparaba su propia comida en la celda.

No sin raz�n Pedro el Venerable comparaba los cartujos a los monjes egipcios.

 

 

 

ANALOG�AS

 

Ciertos rasgos particulares de la Cartuja, pueden provenir del monacato antiguo. Por ejemplo:

 

1.- LA CONRERIA.

 

Desde su origen, la comunidad de la Chartreuse estuvo establecida en dos lugares netamente separados: la “Casa baja” llamada tambi�n la Conrer�a donde moraban los conversos y la “Casa alta”, reservada a los monjes, distante unos 4 Km. de la primera.

Los conversos, -hoy dir�amos los Hermanos- eran seglares o laicos, a veces de procedencia muy humilde, que se ocupaban en los trabajos manuales del campo, o en la cr�a de ganado o en otros trabajos artesanales necesarios para mantener aquel peque�o mundo cartujano perdido en el desierto. Tambi�n se encargaban de recibir hu�spedes en la hospeder�a de la Conrer�a.

Los monjes, -que despu�s se ha dado en llamar los Padres, -algunos de los cuales eran sacerdotes, se entregaban a la oraci�n, encarg�ndose del culto lit�rgico y trabajando en la trascripci�n de manuscritos. Depend�an de los conversos en lo tocante a sus necesidades materiales y, en cambio, prove�an a las necesidades espirituales de los hermanos: Misa, sacramentos, direcci�n.

En el Bajo Egipto, “las Celdas” estaban tambi�n en �ntima dependencia del desierto de Nitria. Nitria era un “desierto”, considerablemente poblado. Paladio, hacia el fin del siglo IV, se�ala la cifra de cinco mil hombres que moraban en �l. Los monjes ejerc�an todos los oficios indispensables para la buena marcha de la comunidad. Hab�a agricultores, panaderos, cocineros, m�dicos, reposteros, y un boticario. Vend�an vino y cada uno confeccionaba con sus manos una t�nica de lino de modo que a nadie le faltase. [14]

Pero todo ese mundo afanado, no pod�a menos que crear un clima de activismo. Adem�s los monjes deb�an recibir del exterior al menos una parte del material necesario para sus tareas. Forzosamente el desierto de Nitria ten�a que ser

un lugar de contacto con el mundo. Eso explica la existencia de una hospeder�a donde albergar a los peregrinos y visitantes.

En las “Celdas”, la atm�sfera era muy diferente. Quien se retiraba a ese desierto lo hac�a para encontrar un mayor silencio y soledad, teniendo en vista una vida exclusivamente consagrada a la contemplaci�n. No hab�a all� ninguno de los oficios que hemos encontrado en Nitria. Ninguna panader�a: el pan, alimento esencial de esos monjes, se lo procuraba Nitria. Tampoco hab�a m�dico, pues los ermita�os se cuidaban unos a otros. [15]

Tenemos la suerte de conocer el origen de las Celdas gracias a un apotegma. Deben datar de la �poca en que San Antonio fue a Alejandr�a, probablemente en julio del 338, para defender la causa del patriarca Atanasio cuando volvi� del destierro. Entonces debi� llegar hasta Nitria, donde encontr� al abad Am�n, fundador de �ste desierto.

“El abad Antonio fue un d�a a visitar al abad Am�n en la monta�a de Nitria. Mientras hablaban el abad Am�n le dijo : Ya que gracias a tu oraci�n el n�mero de hermanos ha aumentado considerablemente, algunos desean construirse celdas apartadas para vivir sosegadamente en ellas (ut quiete inhibe vivant), �a qu� distancia de �sta quieres que las construyan?: “Vamos a comer a la hora de Nona, luego saldremos e iremos al desierto para ver el lugar. Anduvieron por el desierto hasta la ca�da del sol, y entonces el abad Antonio dijo: Oremos y plantemos aqu� una cruz, para que quienes lo deseen vengan a edificar aqu�. De este modo cuando los hermanos que moran all� vengan a visitar a �stos, se pondr�n en camino, despu�s de haber tomado su refecci�n a la hora Nona, y los de aqu� har�n lo mismo cuando ir�n all�. As� no se distraer�n al visitarse mutuamente”. La distancia era de doce millas. [16]

Salta a la vista la doble intenci�n de Antonio: asegurar a los monjes de las Celdas el deseado recogimiento sin instalarlos demasiado lejos, para poder conservar f�cilmente relaciones caritativas con los de Nitria.

La analog�a entre la Cartujay lo que se viv�a en el Bajo Egipto es clar�sima, y nos permite pensar que en ambos lugares se persegu�a el mismo fin.

Otra conclusi�n se desprende de lo dicho. San Bruno no se nos presenta como el fundador de un monasterio, como se ha escrito con frecuencia, y menos todav�a de una Orden, -ni siquiera pensaba en ello-, sino de un desierto destinado a la vida semi-anacor�tica.

 

2.- EL CALENDARIO CARTUJANO.

 

Vimos antes que los cartujos, al igual que los antiguos monjes de vida semi-erem�tica, viv�an habitualmente en la celda, reuni�ndose los domingos y alg�n otro d�a para la Misa y otros ejercicios en com�n. Dos cuestiones se nos plantean ahora. Si los cartujos pretend�an seguir el ejemplo de los monjes de Egipto, �Porqu� no conservaron las salidas de celda en los s�bados y domingos? �Cu�ntos eran los d�as de fiesta con los que remplazaron los s�bados?

Es f�cil responder a la primera cuesti�n. En el siglo IV�, el ciclo lit�rgico , tal como nos lo da a conocer Casiano, era muy incompleto, por lo que ata�e al santoral, nada nos dice. Todo estaba por hacer. En cambio en el siglo XI�, exist�a el ciclo lit�rgico completo y un conjunto de fiestas algunas de las cuales eran de precepto. No se pod�a hacer abstracci�n de eso.

Lo que tenemos que averiguar es el n�mero de domingos y fiestas en las que se celebraba la Misa. El calendario cartujano primitivo es actualmente lo bastante conocido como para intentar hacer ese c�lculo, al menos de modo aproximativo. Para hacerlo, hay que empezar eliminando los d�as de Cuaresma, pues en todos se celebraba la Misa, pero como se cantaba inmediatamente antes de V�speras no comportaba una salida especial de la celda. Dicho esto, se puede comprobar que el n�mero de domingos y fiestas se aproxima, te�ricamente, a 107, cifra muy aproximada de los 104 d�as de vida com�n de los Padres del desierto. [17]

La importancia de este calendario salta a la vista. Debi� ser compuesto al inicio de la fundaci�n en primer lugar, -y esa es su raz�n de ser-, porque ten�a que regular la entera vida de los monjes y sus salidas de la celda. Adem�s, era absolutamente necesario establecer un calendario, para poder emprender los trabajos de Liturgia que se impon�an hacer, ya que los libros del coro de que dispon�an ten�an que ser corregidos y adaptados a la vida solitaria, lo cual no hubiera sido posible sin tener un calendario bien preciso. No parece, por tanto, exagerado atribuirlo al mismo San Bruno. Estar�amos ante el m�s antiguo documento cartujano que ha llegado a nosotros.

 

3.- OTRAS OBSERVANCIAS.

 

Podr�amos indudablemente citar otros muchos detalles que los cartujos copiaron de los desiertos de Oriente. Pero para ver claro, conviene clasificarlos. Algunos interesan a la espiritualidad: silencio, pobreza, obediencia... Se encuentran en la actualidad en gran n�mero de institutos de vida religiosa. Otros m�s caracter�sticos, de orden disciplinar, se han integrado en el fondo com�n de todos los monjes. En cambio, puede ser interesante poner de relieve otras observancias propias de los cartujos.

 

a)      Capell�n. Misas.

 

Los Padres del desierto eran laicos que deseaban santificarse observando perfectamente el Evangelio. A pesar de la estima que demostraban a los sacerdotes en general, eran muy reservados cuando se trataba del sacerdocio de los monjes. Las preocupaciones de los cargos pastorales, pod�an poner en peligro y hacer perder el sosiego de la celda y los beneficios de la soledad. Mucho m�s todav�a se tem�a la vanidad que pod�a engendrar un estado que sol�a ser bien considerado. Por lo mismo no admit�an entre ellos, para ejercer sus funciones, que el n�mero de sacerdotes o di�conos indispensables para asegurar el servicio de la Misa y la administraci�n de los sacramentos. Los cl�rigos que se hac�an monjes ten�an que renunciar a su estado y volver a las filas de los laicos. Como nota Paladio, en Nitria, “hab�a ocho sacerdotes para regir aquella iglesia. Mientras el primero est� en vida, ninguno otro celebra la Misa, ni confiesa, sino que le asisten en silencio” [18]

�No fue para seguir �sta costumbre, que entre los compa�eros de Bruno, uno s�lo, como nos dice Guigo, ejerc�a las funciones sacerdotales?[19] Tendr�amos adem�s aqu�, la explicaci�n de una curiosa particularidad. En la �poca en que naci� la Cartuja, se iba extendiendo entre los monjes la costumbre de celebrar misa cada d�a, no s�lo la misa conventual sino tambi�n las misas privadas. Era un uso ya com�n en tiempo de San Bernardo. Como �l mismo lo atestigua. Pues bien: los cartujos no admit�an m�s que una sola Misa, la conventual, e incluso raramente, siempre apoy�ndonos en lo que dice Guigo. [20]

Debieron encontrarse embarazados ante la nueva tendencia y quisieron permanecer fieles a la antigua costumbre; de ah� la lentitud con que permitieron, poco a poco, celebrar primero, una segunda Misa, luego otras, pero parece que lo permitieron de mala gana (antes de 1250 en cada Cartuja s�lo exist�a un altar. Hasta el siglo XIV� no fue permitido erigir otros, seg�n las necesidades de los monasterios).

 

b) Cocina en la celda.

 

Durante bastante tiempo, tal vez durante un siglo entero, los cartujos cocinaban cada uno en su celda. Es una costumbre que no se llega a explicar f�cilmente. Tener en com�n la cocina hubiera sido mucho menos complicado, dado que las celdas estaban reunidas alrededor del claustro. Un solo Hermano hubiera bastado para hacer el trabajo de los doce Padres (tal era el n�mero de monjes existentes en la Cartuja). Pero resulta mucho m�s comprensible esta pr�ctica, si se comprende que ven�an del deseo de imitar a los Padres del desierto, los cuales viv�an durante cinco d�as de lo que hab�an recibido el domingo por la tarde. �Ser� esto tal vez un signo de que la proximidad de las celdas no estaba prevista por San Bruno?

 

c) Completas en la Celda.

 

Hasta la regla de recitar completas siempre en la celda, puede explicarse por el deseo de imitar a los primitivos solitarios. Pues, estos, despu�s de recibir las provisiones para la semana, se separaban despu�s de V�speras para volver a sus eremitorios. La vida com�n conclu�a con las V�speras.

No hay que olvidar que los Padres del desierto, pod�an morar a una considerable distancia de la iglesia. Necesitaban bastante tiempo para volver a su morada, cargados como iban. La “Historia monachorum”, dice:  “Algunos de entre ellos vienen a la iglesia desde tres o cuatro millas de distancia “ (de 4 Km. y medio a 6 Km).

 

 

 

DIFERENCIAS.

 

1.- CLIMA.

 

Hasta aqu� hemos insistido en las analog�as entre la vida cartujana y la de los ermita�os del Bajo Egipto. Sin embargo, al mencionar el calendario, hemos visto hasta qu� punto el desarrollo de la Liturgia a trav�s de los siglos, hab�a hecho necesaria una diferente distribuci�n de los d�as en que vivir en com�n. Tocamos un punto delicado, pero conveniente ponerlo en plena luz para comprender las dificultades que se encuentran cuando, sin poseer documentos expl�citos, se intenta descubrir las intenciones de San Bruno.

La situaci�n en el macizo de Chartreuse en el siglo XI, era muy diferente a la de Egipto en el siglo IV. Era algo que pod�a llegar hasta a la oposici�n. Por ejemplo: la Providencia impuso a los monjes, en ambos casos, una ruda penitencia a causa del clima. Un calor t�rrido que provocaba la sequ�a y la sed en Egipto; el fr�o, debido a un invierno interminable en un paraje monta�oso, encajonado, sin sol, sumergido en una humedad persistente, en Chartreuse. Afortunadamente poseemos testimonios escritos sobre este particular.

Evagrio P�ntico, monje de las Celdas, describe de modo pintoresco el “demonio de la acedia”, es decir, las tentaciones que aplastan al monje en las horas calurosas de la jornada: “...El demonio del medio d�a es el m�s agobiador de todos. Ataca al monje hacia la hora cuarta y asalta su alma hasta la hora octava. Empieza por hacerle creer que el sol avanza lentamente o que est� inm�vil, y el d�a le parece tener cincuenta horas. Luego le obliga a permanecer con los ojos fijos en la ventana, a salir de la celda, a mirar al sol para ver cu�nto falta para la hora nona, y a mirar por una parte y otra para ver si viene alg�n hermano... Le inspira adem�s aversi�n por el lugar donde mora, por su estado de monje, por el trabajo manual, piensa que la caridad ha desaparecido entre los hermanos, y que no haya nadie que le consuele.” [21]

Otras son las dificultades de los cartujos, Guigo, en las Costumbres, despu�s de haber expuesto minuciosamente el inventario de los objetos que tiene a su disposici�n el monje en la celda, -cuya cantidad podr�a extra�ar a los cenobitas acostumbrados a tener cosas en com�n -, concluye diciendo:

“Rogamos que no se sonr�a ni reprenda quien esto leyera, mientras no haya residido durante bastante tiempo entre tan grandes nevadas y tan horribles fr�os”[22]

Estas diferencias del clima, deb�a provocar necesariamente diferencias en la austeridad.

 

2.- AUSTERIDAD.

 

Los antiguos eremitas no deb�an comer en la celda m�s que alimentos crudos (xerofagia); los alimentos cocidos se reservaban para el refectorio com�n. Deb�a dormir en el suelo (chemania), pr�ctica a la que conced�an gran importancia. Nada de eso se practica en la Chartreuse.

En realidad no se trata de disminuci�n de la ascesis, sino de una adaptaci�n a las condiciones tan diferentes, como ya lo preconiz� Casiano. Invitado Por C�stol, Obispo de Apt, a explicarle las costumbres de los monjes de Egipto y Palestina para ponerlas en vigor entre los monjes de su di�cesis, Casiano escribi� al principio de sus “Instituciones Mon�sticas”: “No vacilar�a, en modo alguno, en introducir algo de moderaci�n en esta obra, para suavizar un tanto, gracias a las instituciones vigentes en Palestina o Mesopotamia lo que, seg�n las reglas de los egipcios, reconozco ser imposible o demasiado rudo y austero en nuestras regiones, sea a causa del clima, sea debido a la diferente manera de vivir.

Pues cuando se practica lo que es razonablemente posible, la observancia es igualmente perfecta, aunque los medios sean distintos. [23]

 

3.- CELDAS.

 

Mientras en oriente las celdas estaban, por lo general, separadas por una gran distancia, de manera que los monjes no pudieran verse ni o�rse, las celdas de Chartreuse estaban cercanas y unidas entre s� gracias al claustro: “Cada uno dispone, en el contorno del claustro, de una celda individual, donde trabaja, duerme y come” (Guiberto de Nogent). “Sus celdas est�n contiguas y unidas entre s�” (Roberto de Torigny). “Sus celdas est�n separadas por una distancia de cinco codos”. (Vida de San Esteban de Obazine).

Estamos pues, ante una diferencia considerable. El reducido terreno donde fue construida la primera Cartuja bastar�a para explicarlo. Cuando despu�s de la avalancha de 1132, Guigo reconstruy� el monasterio en lugar menos expuesto, las nuevas celdas fueron separadas mediante un gran jard�n.

Mas adelante veremos como tambi�n la Liturgia contribuy�, en gran parte, a hacer necesario la adici�n del claustro.

 

 

 

INNOVACIONES

 

Junto a esas diferencias se advierten un cierto n�mero de innovaciones que, desde su origen, distingui� la Cartuja del monacato antiguo.

 

1.- NOVICIADO EN LA CELDA.

 

Era universalmente admitido que la vida solitaria estaba reservada a los religiosos adelantados en la perfecci�n. Hab�a que ejercitarse mucho tiempo en la vida com�n y estar bien probado antes de retirarse al desierto. Ya San Antonio, si hemos de creer a Casiano, despu�s de su experiencia de pura anacoresis, exig�a tal cosa a los candidatos al eremitismo.[24  En el Bajo Egipto se implant� r�pidamente la costumbre, -conservamos bastantes ejemplos en el �ltimo cuarto del siglo IV�,  -de empezar llevando vida com�n en Nitria, durante uno o dos a�os, en una especia de Noviciado, y luego retirarse a las Celdas. En las Lauras, se creo el cenobio destinado a formar a los futuros solitarios. Era una medida prudente que conoci� pocas excepciones.

Poner a los novicios en la celda desde su ingreso en el monasterio, como parece haberse practicado siempre en la Cartuja, era una audaz innovaci�n. El m�s antiguo testimonio que poseemos sobre este particular se encuentra en las “Costumbres”, donde se encuentran varios cap�tulos consagrados al novicio.[25]

Pero esos cap�tulos describen una pr�ctica ya antigua, pues el tal reducido n�mero de religiosas que cont� el monasterio antes de Guigo, -nunca hubo m�s de doce Padres a la vez-, no permit�a formar a los novicios en grupo. Se confiaba, pues, el novicio a un monje antiguo encargado de instruirlo, como hac�an los monjes del Bajo Egipto con los que se admit�an a vivir en las Celdas.

La experiencia ha demostrado que ese modo de formaci�n estaba perfectamente adecuado. Adem�s la imposibilidad de volverse atr�s, -de volver al cenobio-, daba mayor firmeza al g�nero de vida totalmente solitario de los cartujos y obligaba a los monjes a la estabilidad. Por �ltimo se suprim�a as� la tensi�n inevitable entre solitarios y cenobitas, y se evitaba que la fundaci�n, con el tiempo, se deslizara hacia una vida en com�n, como se produjo en la mayor�a de los casos en otras Ordenes de Occidente. Con lo cual se aseguraba la estabilidad del monasterio.

En la Cartuja la soledad no es una perfecci�n accidental injertada en otro g�nero de vida, sino el cuadro normal y esencial de su existencia.

 

2.- LOS CONVERSOS.

 

En Occidente estamos acostumbrados a ver dos especies de monjes. Unos, que por lo general son Sacerdotes, se consagran de preferencia al trabajo de la mente; los otros, simples laicos, se encargan de los trabajos manuales. No siempre fue as�. En la antig�edad no se conoc�a m�s que una sola clase de monjes. Por lo mismo, estaban obligados a salir peri�dicamente para atender a las relaciones indispensables con el mundo, e igualmente, cada uno deb�a practicar la hospitalidad, misi�n a veces gravosa y siempre engendrando distracciones.

De estas preocupaciones, iban los Hermanos a liberar a los Padres. San Bruno, al llegar a Chartreuse, iba acompa�ado de dos conversos que vivieron en los edificios de la Correr�a, �nicos que exist�an entonces en el interior del desierto. All� instalaron la Hospeder�a, dado que las personas que iban de paso no estaban autorizadas a quedarse en la “Casa alta”. Adem�s los Hermanos se encargaron de los trabajos necesarios para la subsistencia de los Padres liber�ndolos, de este modo, de las preocupaciones materiales, permiti�ndoles “vacar s�lo a Dios”, como sol�a decirse entonces. (vacare Deo).

 

3.- EL DESIERTO.

 

Hacia el a�o 1100, San Hugo, con un requerimiento dirigido a los cl�rigos y laicos de su di�cesis, anunci� que cerraba el acceso al desierto de Chartreuse a las mujeres. Prohib�a al mismo tiempo a los hombres ir de pesca o a cazar de cualquier forma que fuese, o a conducir all� animales dom�sticos sea para llevarlos a los pastos o sencillamente para atravesar el lugar. En realidad, era un modo eficaz de cerrar el desierto a los hombres, pues no es f�cil ver qu� hubiera podido hacer, aparte de los actos mencionados, en un lugar tan est�ril como aqu�l. Para velar sobre la observancia de esta decisi�n, el Obispo orden� construir una casa para un guardi�n cerrando el acceso al desierto.[26]

Como adem�s no estaba permitido a los religiosos salir de los l�mites del desierto, -tan solo algunos Hermanos pod�an ser enviados al exterior para asuntos materiales-, su separaci�n del mundo era perfecta. Dif�cilmente se encontrar�an otras fundaciones an�logas en Occidente.

En lo tocante a las personas que se admit�an en el desierto, deb�an pasar por un triple filtro: en primer lugar a la entrada del recinto, en donde el Hermano guardi�n deb�a rechazar a los indeseables, a ser posible sin dirigirles la palabra; luego el filtro de la “Casa baja”, donde la mayor�a de los visitantes deb�an detenerse; por fin, ante la puerta de la “Casa alta”.

La prescripci�n de San Hugo es posterior a la marcha de San Bruno hacia Roma, pero la raz�n con que se justifica esta medida: “porque la paz y el sosiego (quies) son muy necesarios”, es ciertamente expresi�n del deseo del fundador de los cartujos.[27]

Las tres innovaciones que hemos presentado tienden a un mismo fin. Proteger la soledad. Hay otras que conciernen las ocupaciones de los solitarios.

 

4.- EL TRABAJO MANUAL.

 

Libres de preocupaciones temporales, gracias a la instituci�n de los conversos, los monjes pod�an entregarse a trabajos sin fin lucrativo y ordenados a la vida del esp�ritu. La copia de manuscritos estaba muy de acuerdo con su existencia, exenta en la medida de lo posible, de las cosas de la tierra. Se consagraron a formar una buena biblioteca.

“Aunque viven en humildad, practicando la pobreza en todas sus formas, sin embargo, tienen una buena biblioteca. Trabajan con mayor ardor en procurarse este alimento imperecedero que permanece eternamente, cuento menos posee alimento material”.[28]

Pedro el Venerable nos los describe asiduos en copiar “sin descanso”, (irriquieti), algo as� como hac�an los Padres del desierto confeccionando sus cestos.

Esta orientaci�n del trabajo manual, distingue netamente los cartujos de los primitivos monjes. Estos han adquirido una reputaci�n, a veces exagerada, de ac�rrimos anti-intelectuales. Una vez que hab�a dejado el mundo, de nada parec�an preocuparse, m�s que de su salvaci�n, trabajando con sus manos para luchar contra el sue�o, proveer a sus necesidades y dar limosnas. Los cartujos se afiliaron resueltamente, entre los monjes de Occidente que segu�an la tradici�n humanista de San Mart�n, Casiodoro, San Benito, San Cesareo de Arles, San Isidoro de Sevilla, y a los monjes de Irlanda.[29]

La posibilidad de contar con lecturas variadas, ten�a como consecuencia, evitar a los cartujos el peligro del aislamiento y de la ignorancia que, con demasiada frecuencia, gravita sobre la vida erem�tica.

 

5.- LA LITURGIA.

 

Las observancias de los Padres del desierto, pod�a ser reconstruida, en el siglo XI�, gracias a la “Vida de los Padres” y a los escritos de Casiano; en cambio su Liturgia era poco conocida.

San Pacomio, San Basilio o Casiano, dan algunas indicaciones sobre este particular, pero de un modo muy vago. Para ver con claridad hubiera sido preciso tener los libros lit�rgicos orientales; pero a�n admitiendo que eso hubiera sido posible, hay que notar que tales libros no pertenec�an al rito latino. Adem�s volver a todo lo que se practicaba en otro tiempo en Egipto era impensable; no se pod�a hacer abstracci�n de la evoluci�n que la Liturgia hab�a hecho en los siglos siguientes. Si en este aspecto se dio una innovaci�n en relaci�n con el monacato primitivo, hay que a�adir que no pod�a hacerse de otro modo. Sabemos tambi�n, hoy d�a, que esa evoluci�n exist�a ya en las Lauras palestinas.

La Liturgia fue lo que m�s modific� la vida de los cartujos, en comparaci�n de la de los antiguos ermita�os.

Mientras �stos permanec�an estrictamente en la celda durante cinco d�as por semana, los cartujos sal�an cotidianamente dos veces para acudir a la Iglesia, donde cantaban maitines y V�speras. Esta costumbre la tomaron de los cenobitas egipcios.

El canto fue tomado tambi�n de la vida cenob�tica, pues, en ning�n lugar, ni en Oriente ni en Occidente, ni en ninguna �poca, han cantado los solitarios el Oficio.

Los d�as consagrados a la vida com�n, los antiguos monjes iban a la Iglesia solo para Maitines, Tercia seguida de la misa y V�speras. En cambio los Cartujos saldr�n de la celda para todas las Horas, salvo Completas. Esta pr�ctica se debe a la influencia de San Benito y a la importancia que conced�a a la oraci�n lit�rgica.

Es muy probable que para facilitar todos estos oficios conventuales, las celdas se construyeran bastante cerca unas de otras y estuvieran unidas por un claustro. El clima exig�a absolutamente esta medida.

Estas innovaciones de car�cter lit�rgico, principalmente las dos salidas al d�a de la celda, constitu�an una brecha notable en el ideal erem�tico. Sin embargo, todo da a entender que se adaptaron a sabiendas. Y no hay que olvidar que al mismo tiempo, se intensific� la soledad con otros medios que no eran comunes a los antiguos monjes.

Ignoramos cu�les fueron las circunstancias que motivaron introducir esas costumbres lit�rgicas, pero podemos, autorizadamente, ver en ello una disposici�n providencial, pues entre los muchos grupos erem�ticos que surgieron en Occidente, tan s�lo dos han subsistido convirti�ndose en Ordenes Religiosas: Los Camaldulenses y los Cartujos. Ahora bien, en ambas se da que sus monjes dispongan cada uno de una celda individual donde reza, trabaja, come y duerme, y al mismo tiempo en ambas Ordenes sus monjes salen de la celda para celebrar en com�n el Oficio Divino de acuerdo con un ritmo tomado de la vida cenob�tica.

Los Camaldulenses siguen el ritmo de los cenobitas de Occidente cuya regla es la de San Benito; y los primeros Cartujos siguieron la regla de los cenobitas del Bajo Egipto, con dos salidas al d�a (m�s tarde se a�adi� una tercera salida para asistir a la Misa Conventual).

 

 

 

META HACIA LA QUE TEND�A BRUNO.

 

Las observancias religiosas son siempre simples medios. Si San Bruno quiso adaptar las de los solitarios del Bajo Egipto, es porque deseaba alcanzar la misma meta. Esto resalta con claridad en su carta a Ra�l le Verd. Al recordar a su amigo su voto de abrazar la vida mon�stica, se la presenta como totalmente consagrada a la contemplaci�n en la soledad y en el silencio, y esto le da ocasi�n de hacer de ella un gran elogio.

Mas tarde, tambi�n Guigo compondr� otro elogio a la soledad, al final de las Costumbres de Chartreuse. En ellas mencionar� una frase de Jerem�as citada con frecuencia en al siglo XII�: “El solitario se sentar� silencioso, para elevarse por encima de s� mismo”. (Lam 3, 28). [30] Sin duda que tom� esas palabras de San Jer�nimo que en su carta 22 a Eustoquio, despu�s de describir detalladamente las observancias de los cenobitas de Egipto, no ofrece m�s que ese texto b�blico para caracterizar a los solitarios.

Casiano, en dos de sus conferencias (la 18 del Abad Piamon, y la 19 del Abad Juan) pone esas mismas palabras en labios de sus interlocutores, y siempre para caracterizar la vida solitaria. Si recordamos que Casiano resid�a en el Bajo Egipto cuando San Jer�nimo fue all� como peregrino, podemos pensar con raz�n que estamos en presencia de una ense�anza aut�ntica de los antiguos monjes.

Guigo a�ade a ese comentario. “Jerem�as representa de ese modo cuanto de mejor hay en nuestra vocaci�n. El sosiego y la soledad, el silencio y el deseo de las cosas del cielo”.

De ese modo, tanto por las observancias como por la meta a la que tienden, encontramos siempre en el origen de la Cartuja, el ejemplo de los solitarios de Egipto.

 

 

 

CONCLUSI�N.

 

Los elementos que permit�an reconstruir las observancias de la antigua vida semi-anacor�tica, se encontraban diseminados en los escritos mon�sticos de San Jer�nimo y de Casiano, y en otras obras traducidas del griego desde la antig�edad: La Historia Lausiaca de Paladio, la Historia Monachorumin Aegypto y las Sentencias de los Padres. Era f�cil encontrar tales libros en los monasterios del siglo XI, puesto que la regla de San Benito recomienda expl�citamente su lectura.[31]

Pasar la semana en la soledad y tener ciertos ejercicios en com�n los domingos y d�as de fiesta, cuyo n�mero fue calculado de modo que correspondiera al n�mero de s�bados y domingos de los antiguos monjes; imitarlos tambi�n al seguir el mismo horario que ellos los domingos... ah� tenemos, de modo muy simplificado, el esquema de la vida de los primeros cartujos.

Pero para que ese modo de existencia permitiera alcanzar el ideal de vida puramente contemplativa, se precisaba una absoluta soledad. En este punto, San Bruno se mostr� singularmente exigente. Con sus compa�eros, seg�n nos relata Guigo, se present� al Obispo de Grenoble porque, “iba en busca de un lugar adecuado para la vida erem�tica, y todav�a no lo hab�an encontrado”.[32]

Es algo que hace reflexionar. Francia, cubierta entonces de terrenos bald�os y de bosques, estaba mucho menos poblada que en nuestros d�as. Se ha podido incluso comparar la Europa Occidental de la Edad Media con la Am�rica del siglo XIX.[33] Los innumerables grupos de ermita�os que se formaban por aquel entonces se contentaban con la soledad de los bosques. Pero eso no bastaba a Bruno. Su b�squeda hace pensar en la de otros monjes, de todos los pa�ses que se adentran cada vez m�s lejos en el desierto.

San Antonio lo hab�a hecho en cada una de las etapas de su vida, y ha encontrado �mulos en todas las �pocas. Tales, por ejemplo, los monjes celtas que, de isla en isla, llegaron a Islandia y tal vez hasta Am�rica; o tambi�n los monjes rusos encamin�ndose hacia el norte hasta llegar al Mar Blanco o hacia el oeste desapareciendo en los bosques de Siberia.

A esa necesidad de alejarse del mundo inscrita en el coraz�n de Bruno, la Providencia respondi� indic�ndole, por medio de San Hugo, un lugar completamente cerrado.

Esto exige una explicaci�n. San Bruno recibi� el llamamiento a la vida mon�stica, en el jardincillo de la casa de Adam; pero fue San Hugo, quien en un sue�o, recibi� las luces necesarias para que pudiera realizarse la fundaci�n.

A cada uno le fueotorgada su gracia, y ambas gracias se complementan y son inseparables. Lo que para el primero pod�a quedar impreciso, antes de su viaje a Grenoble, se defini� luego al encontrar a San Hugo. Para que la fundaci�n fuera posible, Bruno deb�a pasar a trav�s del Obispo. Dios pon�a de este modo su sello sobre esta obra.

El sue�o en que San Hugo vio “ a Dios construir en ese desierto una morada para su Gloria”, iba a modificar, sin duda, el proyecto de Bruno. La indicaci�n providencial del lugar, le oblig� a adaptarse a las condiciones materiales del lugar y del clima, dando as� a la Cartuja su aspecto peculiar.

Ese “retorno”, a los or�genes del monacato primitivo, se realiz�, de modo parad�jico, por hombres de los cuales, probablemente ninguno era monje.

La reforma preconizada por el Concilio de Aixla-Chapelle, (816-817) no hab�a producido buenos resultados. Al imponer a todos los monasterios del imperio la regla de San Benito, no se tuvo en cuenta una forma de vida m�s exigente como la que hab�an practicado los monjes antiguos. Ahora bien, es cosa sabida cu�n dif�cil es cambiar de vida haciendo abstracci�n de la primera educaci�n, sobre todo cuando se le debe mucho. Repetidas veces se hicieron ensayos para hacer revivir la existencia de los Padres del desierto, (por ejemplo, entre los Camaldulenses y los Cistercienses), pero sin abandonar la regla de San Benito. Con lo que se daba una situaci�n parad�jica, al intentar conciliar dos formas de monaquismo que nos son muy compatibles.

Si la Cartuja hubiera sido fundada por un grupo de monjes, muy probablemente tambi�n ellos, hubieran intentado desde el inicio, retornar a la existencia de los Padres del Desierto, dentro del marco de la regla de San Benito. Pero dentro de los siete primeros cartujos, ninguno era monje, que sepamos; la mayor�a eran cl�rigos o can�nigos. Disposici�n providencial. Fue con plena libertad de esp�ritu, sin estar condicionados por un pasado mon�stico, que Bruno y sus compa�eros podr�n remontarse a un g�nero de vida “more antiquo Aegyptiorum monachorum”.

 

 

 

BRUNO Y SU TIEMPO.

 

Para comprender bien la intenci�n de Bruno al dirigirse a Chartreuse, hay que situarla en su �poca. Los historiadores venideros que estudiar�n lo ocurrido a los religiosos en este fin del siglo XX, deber�n tener siempre presente en su mente el recuerdo del segundo Concilio Vaticano, de lo contrario se expondr�n a graves errores. Y esto es v�lido tanto para las nuevas fundaciones, como para las Ordenes antiguas invitadas a renovarse. Pues un solo y �nico Esp�ritu gobierna a la Iglesia. De modo an�logo el estudio de la vida religiosa en el paso del siglo XI y XII, exige ser considerado a la luz de la Reforma de la que se hablaba por doquier en aquella �poca.

La descomposici�n del imperio carolingio, tuvo por consecuencia no s�lo la anarqu�a en el dominio pol�tico en el que la fuerza y la violencia ocuparon el lugar de la autoridad y el derecho, sino tambi�n la decadencia de costumbres en la Iglesia. Esta yac�a bajo el dominio del poder laico. El Papa Le�n IX, pudo, desde su nombramiento, liberarse de tal tutela (1048). Inmediatamente preconiz� la Reforma de la Iglesia , reuniendo un Concilio tras otro. Sus sucesores ayudados por sus legados, continuaron �sta obra sin flaquear. Poco a poco esta empresa fue produciendo fruto.

La vida religiosa, que con frecuencia hab�a deca�do hasta muy hondo, necesitaba tambi�n ser renovada. Cap�tulos de can�nigos y monasterios, por grado o por fuerza, tuvieron que reformarse. Pero sobre todo, se vio entonces surgir nuevas fundaciones en las cuales se descubre un rasgo com�n caracter�stico de la reforma gregoriana. El deseo de retornar a la vida perfecta seg�n las fuentes primitivas, cuando alcanz� su m�ximo fervor.

Para los can�nigos regulares Premostratenses (1120), eso consisti� en el retorno a la “vida apost�lica”, mediante la exacta observancia de la Regla de San Agust�n. (Se cre�a encontrar en la instituci�n de la vida canonial por los Ap�stoles, en Hec. 2.42). Para los cenobitas del Cister (1098), fue la observancia literal de la regla de San Benito, desechando todas las costumbres que la hab�a disminuido o desfigurado. Antes que ellos (1084), San Bruno intent� resucitar la vida solitaria en su modalidad semi-erem�tica, seg�n el ideal y costumbres vigentes en el Bajo Egipto, presentados por Casiano como los m�s perfectos.

Es lo que deja presentir Guillermo de San-Thierry, hacia el a�o 1144, en su “carta de Oro”, dirigida a los Cartujos de Mont-Dieu, cerca de Reims.

“Ven alma m�a con los hermanos de Mont-Dieu que han tra�do a las tinieblas de occidente y a los fr�os de las Galias la luz de Oriente y aquel fervor religioso del antiguo Egipto, ejemplar de vida religiosa y forma de toda comunicaci�n celestial; ven acude en el gozo del Esp�ritu Santo y en la alegr�a del coraz�n, en el regalo de la piedad y en todo obsequio de devota voluntad.

�Porqu� no? Es preciso hacer fiesta y alegrarse en el Se�or, porque la porci�n m�s escogida de la religi�n cristiana que tan cerca parec�a encontrarse del Cielo, estaba muerta y ha tornado a la vida, se hab�a perdido y ha sido hallada.

Lo hab�amos o�do, pero no acab�bamos de creerlo, lo hab�amos le�do en los libros y nos maravill�bamos del antiguo esplendor y de la abundancia de gracia divina en la vida solitaria, cuando he aqu� que de pronto nos encontramos en los campos de la selva, en el Monte de Dios, lleno de riqueza: por ella, el desierto se ha vestido de verdor y hermosura y los collados se han ce�ido de alegr�a”[34]

 

                 



[1] Cartas de S. Bruno,  en “San Bruno, primer cartujo”, Miraflores, 1971; pag. 112 ss.

  Costumbres de Chartreuse de Guigo, en “Maestro Bruno padre de monjes” Ed. BAC; p. 327 ss.

  “Vie de St. Hugues, eveque de Grenoble, l’ami des moines” par Guigues le Chartreux, Ed. Cahiers des Alpes,  

  Grenoble, 1984.

[2] Guibert de Nogent. “De vita sua”. Lib. I, cap. 11 P.L. 156, 853-856.

   Pedro el Venerable. “De miraculis” Lib. II, cap. 28 P.L. 189, 943-945

   S. Esteban d’ Obazine. “Vita”. Baluze, Miscell. Luca. 1761. T.I. 156

   Godofredo d’ Amiens. “Vita”. Act. Sanct. Nov. III 8 nov., 931

   Roberto de Torigny. “Tractatus de immutatione Ordinis monachorum”, c.2, P.L. 202, 1311

[3] P.G. 26, 835-978. Citamos aqu� la “Vida de S. Antonio, padre de monjes”, traduc. A. Ballano, Ed. Monte Casino, 1975. Cap. 14,15,16 y 44

[4] Derwas J. Chitty. “Et le d�sert devint une cit�.” Bellefontaine, 1980, 30-31.

[5] P.L. 21, 387-462

[6] 1.c.  444b-445a

[7] Paladio. El mundo de los padres del desierto. Ed. Studium, Madrid 1970. c 25-27 Casiano, Col. 23, c.21

[8] Verba seniorum, n. 200, P.L. 73, 804-805b

[9] San Nilo. Narraci�n III y IV. P.G. 79, 614-631.

Para resolver las espinosas cuestiones que presentan los escritos atribuidos a S. Nilo Cf. “Vies de saints et bienheureux, par les RR.PP. B�n�dictins de Paris. Paris, Letouzey, 1954, XI (nov) 366-367

Marie Gabrielle Gu�rard, “Nil d’ ancyre”, D.S. D.S. XI, 345-356

Grac�a M. Colomb�s, “Historia de la espiritualidad”, I, pag.478

[10] P.G. 114, 671

[11] M Jugie. “Schisme byzantin” D. Th. C., XIV, 1p, 1460 D. Knowles, “El Monacato cristiano”. Cap.9. Ed. Guadarrama, Madrid 1969

[12] 1. c. 945 a-c. Llama la atenci�n que Pedro el Venerable emplea la palabra ermita�o cuando habla de los d�as en que entra en cuesti�n la vida com�n.

[13] Coloquio: “Hablaban entre ellos de temas espirituales” (Roberto de Torigny, 1.c. 1331).

“Despu�s de Nona nos reunimos en el claustro para hablar de cosas �tiles” (Costumbres de Guigo, c.7,9) El sentido es el mismo, como lo explica la nota de la edici�n de “Fuentes de la vida cartujana”.

Hora de la distribuci�n, el domingo: “despu�s de nona”. ibid.

[14] Paladio, 1.c., c.7., n.4, p.65. Boticario: ibid. c.13, p.80. Los reposteros hac�an unos preparados de miel y harina para los enfermos y ancianos. p.ej. “Verba seniorum”, n.51. P.L. 73  767 d-768 a

[15] Hist. Monach. 1.c 444b-445a

[16] Senten. Padres, colecci�n alfab�tica. Antonio 34 P.G. 65, 85d-88a

[17] En realidad el n�mero real de domingos y fiestas del a�o es inferior a 107, si se tiene en cuanta las fiestas que caen en domingo. Calculando todos los casos posibles, seg�n sea el primer d�a del a�o uno de los 7 de la semana, se puede decir que el n�mero de domingos y d�as de fiesta oscila entre 99 y 104 en los a�os ordinarios y 98 y 105 en los a�os bisiestos.

[18] Paladio, 1.c., c.7, n.4 p.65

[19] “Hugo... a quien llaman el capell�n pues es el �nico que ejerce entre ellos las funciones sacerdotales” ( Vita S. Hug, p.15)

[20] Costumbres, c.14,5 Cf. Guiberto de Nogent. “No asisten a la Misa, si no me equivoco, m�s que el domingo y los d�as de fiesta”, 1.c. 854 d.

[21] Evagrio P�ntico. “Tratado Pr�ctico”, c.12,p.40 Ed. Cuadernos Mon�sticos, Buenos Aires, 1976.

[22] Costumbres, C.28, 5

[23] Casiano. Instituciones. Prefacio. Ed. Rialp.

[24] Ibd. Lib.V, c4,1

[25] Costumbres, c.22-25

[26] Bernard Bligny. “Recueil des plus anciens actes de la Grande Chartreuse”. Grenoble, 1958, acte VI

[27] La soledad del anacoreta resulta siempre fr�gil. La hagiograf�a nos dice de muchos de ellos, siguiendo el ejemplo de San  Hilari�n, tuvieron que huir peri�dicamente e instalarse en un lugar m�s apartado para escapar de la afluencia de visitantes, cuando descubr�an su retiro. En la Edad Media, la mayor�a de ermita�os de Occidente parecen haber aceptado a la fuerza estar en relaci�n con el mundo. (D. Luis Gougaud. Ermites et reclus. Abbaye de Ligug�, 1928, p. 36-41). El ermita�o ten�a un lugar predominante en la literatura popular del Medioevo, mientras que el monje aparec�a raramente. Es que el ermita�o, aunque viv�a solo, no estaba realmente separado del mundo. En cambio, el monje resultaba mucho m�s misterioso, escondido en su clausura. (ibid. p. 51-52)

La decisi�n tomada por San Hugo de cerrar el desierto, convert�a la soledad de Chartreuse tan efectiva como la de un monasterio.

[28] Guiberto de Nogent, 1.C. 854d-855a

[29] San Mart�n introdujo el monacato en las Galias. En el Monasterio que fund� en Marmoutier, cerca de Tours, el �nico trabajo manual pr�ctico era la copia de manuscritos. (Sulpicio Severo, “Vita San Mart�n”, X,6. Paris, Cerf, 1967)

[30] Costumbre, c. 80, 7

[31] Regla de S. Benito, c. 73, 2-6

[32] Vita de S. Hugo. P. 15

[33] Roger Grand. “L� agriculture au Moyen-Age, de la fin de l’ Empire romain au XVI� s.”  Par�s, de Boccard, 1950,

p. 547

[34] Guillermo de Saint-Thierry. Carta de oro, (a los Hermanos de Mont-Dieu) Ed. Madrid, 1967, pag. 29-30

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